Érase una vez una niña judía que se fue a por rehabilitación y ya no volvió. Emmy se instaló en lo profundo de un bosque con su guardaespaldas afroamericano 4x4, enfermo de onicofagia y rinotilexis.
La niña, desconocedora absoluta de la invención del jabón, era famosa por todo el condado por su tocado medieval de moño imposible sostenido por contrafuertes de gomina cristalizada y mortero industrial. Era allí donde guardaba las madalenas y croquetas para su abuelita (o eran magdalenas y cocretas?). Como su abuela se encontraba la tira de lejos y ya ni siquiera estaba viva, Emmy se ponía tibia con la merienda. Tenía el colesterol tan alto que le hacía sombra y nunca llegaba a broncearse. A eso que Tim Burton la llamó un par de veces para salir en una de sus películas, pero era tan incapaz de retenerse la orina en la vejiga como una frase en la cabeza. Emmy se desperdiciaba continuamente, pero no era inútil. Como oriunda del bosque encantado, la chicuela heredó el puesto de damisela cantarina. Su antecesora, la anciana Blancanieves, había muerto de estrés y envenenamiento: exhausta de fregar retretes en miniatura y besar a príncipes azules embadurnados de Titanlux. Emmy, la moños, cantaba muy bien y todos los animalillos en peligro de extinción del bosque se deleitaban con sus requiems y esa voz de contralto llena de matices. Una madrugada de rocío, Emmy, a falta de madalenas, salió a buscar champiñones para hacerse unos pancakes. Tras destrozarse los tacones de su última adquisición de Portobello, siguió descalza el curso del riachuelo. Al poco rato, un Pony se interpuso en su camino de “tralararí, tralará”. Emmy, que nunca había visto cosa semejante, confundió al Pony, rosado y siliconado, con un extravagante consolador. Cuando ya se había bajado las bragas y flexionado las rodillas para saltar sobre él, el Pony abrió la boca:
-Hola- le dijo el Pony con un perfecto acento de Manchester.
-Qué eres tu¿- preguntó Emmy ladeando la cabeza y derramando las madalenas.
- Soy un Pony- dijo el Pony.
Una zarigüeya que se hacía la muerta dos pedruscos más allá testimoniaba la escena.
- Súbete a mi lomo, te daré una vuelta- espetó seductoramente el mamífero gomoso.
- No, noooo, nooo – cantó Emmy usando la cola de la zarigüeya como micro.
El pony insistió ferozmente una y otra vez. Es lo que tienen los Ponys, que son muy obtusos. Y al final, Emmy, seducida por los destellos de esa cabellera de l’ Oreal en miniatura, acabó largándose para no volver nunca más.
Jejeje! No te fies nunca de un pony
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