Tuesday, September 20, 2011

La historia del pez perdido


 Érase una vez un mar lleno de peces. Érase una vez un pez lleno de dudas. Memo, el  pez perdido, tan perdido que no sabía donde prenderse.  Corrían tiempos difíciles: una maratón de minutos descalabrados  donde los peces de aquel mar solían mirarse demasiado las aletas y ahogarse en sus propias burbujas.  El mar era un manicomio con fondo de tornillos huérfanos y hundidos  donde no había pez que no estuviera chiflado. Así que Memo no era una excepción. Besugos absurdos incapaces de comunicarse, atunes acelerados adictos al no-pensar, sardinas acusicas, centollos ensimismados, medusas superficiales, cangrejos acorazados, tiburones acomplejados y calamares con mucha mala tinta. Y en medio de todo ese meollo desatornillado estaba Memo intentando encontrar una respuesta a su existencia. Se hizo adicto a coleccionar brújulas, gepeeses y cartas de navegación,  desesperado por encontrar una dirección a seguir, una flecha que le dijera: “por aquí, so memo!”.  Gigi Langostino, su coacher, famoso por haber curado a Bob Esponja de su hiperactividad neurótica, le escuchaba cada lunes. Recostado sobre un coral, Memo soltaba su flujo de pensamientos encadenados con un “Y si, y si…” intermitente: “Y si me muero mañana? Y si se me taponan las branquias y dejo de respirar? Y si mañana me atropella un submarino?” Langostino asentía silencioso y sujetando entre sus pinzas una taza de plancton caliente: “perdido e hipocondríaco”, anotaba en su libreta. En estas que una noche, Memo, de camino a su anémona adosada, sufrió un accidente. Iba Memo perdido en sus pensamientos cuando se le cayó una almeja en la cabeza, con tal infortunio que se quedó inconsciente y  al despertar no recordaba nada de nada. Ya no era un pez, estaba pez. Y a la que empezaba a recordar pasaban dos segundos y volvía a perder el hilo. Memo había caído en un extraño hechizo: la memoria de los peces. Memo daba una vuelta sobre su propio eje y cuando llegaba al principio ya no recordaba el final. Memo se tronchaba, no entendía nada, pero sus dudas habían desaparecido,  o más claramente: ya no cabía en él ninguna duda pues no tenía los suficientes gigas en la cocorota para retenerlas. Así que Memo enfermó de felicidad inconsciente, de Carpe Diem, de “aquí te pillo, aquí te mato”, de presente jugoso. Sus dudas se convirtieron en posibilidades y aprendió a desaprender.
Moraleja:  lo que mejor despeja  la cabeza es que te caiga una buena almeja.

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